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No es frecuente encontrar a un paisa­jista que, rehuyendo voluntaria­mente los logros teórico-prácticos del arte contemporáneo, se esfuerce por desnudar a la pintura de todo alarde, a desnudando a la vez a la propia naturaleza, retratándola en su tremenda y solitaria grandeza. En Eduardo Santos Guada (Madrid) esa soledad de la naturaleza, que él siente a través de la soledad del pintor: se exalta y agiganta en las horas previas a la noche (cuando el cielo, rojizo, parece descansar, aquietarse), y es esa luz ambigua, viva en lo más alto, rendida a la penumbra en los primeros planos, la que da el embrujo a su pintura. Embrujo que le emparenta con los pinto­res barrocos, en los que no se detectan ni deseo de apabullar, ni éxtasis romántico, decirse a propósito de Velázquez, «aire». También rendían culto los pintores ba­rrocos al verde -más que al azul- para definir las distancias, y a la diversidad en las pinceladas.

Y esto -zonas tratadas con meticulosidad puntillista junto a otras de gesto amplio- es algo que sorprende en una época en la que el pintor tiende a «caracterizarse» con un tratamiento par­ticular de la materia. Escribe Santiago Arauz que en la obra de Santos Guada hay «lujo de tiempo». Tal vez sea ese el «concepto» terrible que late bajo estos cuadros precisos, o en los deliciosos dibujos de árboles, que son descripción en estado puro: tiempo para la contem­plación, tiempo para vivir un paisaje, tiempo para la pintura.

Galería Fauna’s. Montalbán

Revista «El punto de las Artes». 30 de Abril de 1991
Javier Rubio Nomblot