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Estamos como el primer día de la civilización. No de la creacción, el mundo y sus cosas ya han sido lanzados a la existencia: nos encontramos en el día justo en que un hombre -como antes lo hiciera Dios- se acoda a la ventana, contempla lo creado con ojo crítico, con mirada culta, y ve con delectación que aquello es bueno.

Eduardo Santos tiene el gozo de las formas en su lápiz, en su punzón o en sus ácidos. Cuando ve, esa conjunción a veces admirable -él sabe elegir- de la obra de los hombres sobre la obra de Dios, le parece digno de ser servido, ¡qué dignidad mayor para el artista que servir lo que tienen entidad propia! y, en consecuencia, le presta sus servicios, pone a su disposición su pupila, su técnica, su gracia. ¡Qué minuciosidad amorosa, que lujo del detalle! Solo una visión enamorada es capaz de descubrir tantos ángulos, y tan inéditos, y tan graciosos, en una porción ínfima de paisaje. Eduardo Santos se sienta, así lo imagino: sentado, con el acompañamiento hipnótica de la cigarra, el bloc de grandes hojas blancas como lienzos alados sobre las rodillas; se sienta bajo la sombra coriácea de una encina, árbol medieval y moderno, intemporal, y entabla diálogo con Trujillo, con Mojácar, con…, como el poeta que require a la amada -a las aladas almas de las rosas del almendro de nata- Su pulso es fiel al reencontrar sus contornos: ajimeces, cubos, espadañas, dinteles, humildes ventanucos… y hacerles surgir de nuevo por obra de la sangre de sus pulsos, de la nada.

A quién escribe le falla en ocasiones la fe; le queda corta de alimentos la fe en el hombre. Creíamos -creía yo- que esta forma de hacer arte, sublimado lo diminuto, magnificado con toques de poesía, lo ordinario, no es que estuviese preterida, sino que hoy era inalcanzable. He tenido debilidades de fe, lo confieso: me parecía entender que el arte -al menos en algunas de sus vías- se hallaba en regreso a partir de ciertas cimas. Y llega Eduardo Santos y dice: hoy, con la técnica actual, sin renunciar a la modernidad, sino más bien siendo cimero en ello, haciendo uso de la depuración de formas que ha conseguido el modo abstracto, con la pluralidad de ángulos inéditos del cubismo, con la visión culta del campo, incluso, que impone un ecologismo de buena ley y, redescubriendo la perfección clásica, eso sí, se puede dibujar y grabar ¿cómo?: con ese realismo mágico con que pintaba el Memling, convaleciente de tantas heridas con sentido en el convento de San Juan, ciudad de Brujas. ¡Campanas al vuelo! Estamos en es momento subliminal y sublime en que un artista acierta a ver algo tan sencillo como que en la forma de una hoja de encina -reiterada y nueva: no hay dos iguales, y todas se asemejan- están latentes todas las posibilidades de la belleza: solo hace falta bajarse a recogerla una tarde de agosto, en Extremadura. La naturaleza supera al arte

Estos grabados de Eduardo Santos, tres, número mágico que redescubren ciudades españolas -están aún muy cercanos los ecos del Año Europeo para el Renacimiento de la Ciudad-, son un prodigio de nitidez. La ciudad aparece como un orden en el espacio, como la materialización de la armonía interna del hombre y sus ideas: no como el cáncer que resulta, si el hombre se desmesura, y la ciudad con él. Las ciudades -Pueblos les llama Santos en su carpeta: palabra con más sonoridad, con más sabor a tierra, a bostas o albahaca, y con las vibración humana-, los pueblos de Eduardo son lugares para vivir: hincados en la tierra, el horizonte huelga a sus anchas sobre los mismos.

¿Os fijáis? No hay personas en los grabados -no las hay en los dibujos- de Eduardo Santos. ¿Qué ocurre, a qué se debe? ¿No ha alcanzado, todavía, ese estadio en el que se hace urgencia representar a la persona? ¿O es más bien que las da por presentes? Puede que ocurra esto último. Nada más vivo que las ausencias sentidas. Pocos paisajes tan humanizados como la soledad de Castilla, siempre clamando por una pisada o una labor. La ciudad de Eduardo es tan obra del hombre, su visión de la naturaleza -¡árboles sufrientes, floridos en mayo y mojados de rocío, mordidos de escarcha en otoño!- es tan culta, que la referencia directa al hombre es tan innecesaria como inevitable. Se hace presente sin verse: como ese eje diamantino de que hablara Ángel Gavinet. Porque, no se desvíen y estén atentos: la obra de Eduardo no es evasiva, no es absentista, no es cómoda y falsamente bucólica, sino decididamente civilizada.

Si un día Eduardo dibuja personas, pinta al hombre, las campanas tocarán finalmente a gloria: la creación, su creación habrá encontrado su verdadero sentido, habrá llegado al término final. Hoy por hoy es dolor de camino: el hombre se queda del lado de acá de las láminas, viendo con ojo renacentista los pueblos de España.

Santiago Arauz de Robles